Encendió la luz del pasillo y vio las sombras retirarse hacia la oscuridad. Dos segundos después miraba directamente la bombilla que colgaba del techo y cerró los ojos, viendo su recuerdo en la retina. Giró la cabeza, cerró la puerta tras de si, y apoyó la espalda contra ella, aún con los ojos cerrados y buscando la burbuja que guardaba su pedacito de llama. Allí estaba, algo más pequeña, pero igual de fuerte e igual de valiente y la saludó desde dentro hacia fuera, dándole un poco de todo lo bueno que le quedaba en aquella casa, empezando por la luz del pasillo, de la cocina, del salón, del dormitorio… de la luna, que en la terraza, luchaba por abrirse paso entre las nubes de tormenta.
En aquella terraza, que en invierno era fría e incómoda, y en verano una bendición maldita por la falta de intimidad, allí, se encendió un cigarro y saludó a las estrellas que vencían la batalla empezada por la luna y a los árboles cargados de agua. Saludó a la noche, como todas las otras, y dejó que los recuerdos no la martirizaran, pero dejo que le dieran la fuerza necesaria para recordarle lo fuerte que era. Aquella pequeña burbuja no había sido un accidente, ni el resultado de una aventura fantástica, ni el devenir de los acontecimientos que provocan el resultado impredecible e irremediable de un destino predeterminado por las fuerzas creadoras de llamas en burbujas. En absoluto. Esa llama, esa burbuja, esa fuerza, esa energía, ese cambio, esas ganas de combatir fueron la coincidencia de absurdas decisiones y ridículos pasos.
Aquella casa en la que había vivido durante cinco años se había quedado llena de Él, de su magia, de la blanca y de la negra, de su esencia, de su vida, de su no vida, de sus encuentros y sus desencuentros, de su marcha y de su vuelta. Aquella casa en la que dejaría de vivir pronto, se había hecho fuerte en sus debilidades y se había hecho débil en las batallas, cansada de la guerra. Una guerra que ella misma había alimentado y envenenado.
En aquella terraza, que en invierno era fría e incómoda, y en verano una bendición maldita por la falta de intimidad, allí, se encendió un cigarro y saludó a las estrellas que vencían la batalla empezada por la luna y a los árboles cargados de agua. Saludó a la noche, como todas las otras, y dejó que los recuerdos no la martirizaran, pero dejo que le dieran la fuerza necesaria para recordarle lo fuerte que era. Aquella pequeña burbuja no había sido un accidente, ni el resultado de una aventura fantástica, ni el devenir de los acontecimientos que provocan el resultado impredecible e irremediable de un destino predeterminado por las fuerzas creadoras de llamas en burbujas. En absoluto. Esa llama, esa burbuja, esa fuerza, esa energía, ese cambio, esas ganas de combatir fueron la coincidencia de absurdas decisiones y ridículos pasos.
Aquella casa en la que había vivido durante cinco años se había quedado llena de Él, de su magia, de la blanca y de la negra, de su esencia, de su vida, de su no vida, de sus encuentros y sus desencuentros, de su marcha y de su vuelta. Aquella casa en la que dejaría de vivir pronto, se había hecho fuerte en sus debilidades y se había hecho débil en las batallas, cansada de la guerra. Una guerra que ella misma había alimentado y envenenado.
Es difícil determinar la situación en cuándos, cómos, dóndes, cuántos, pero es que uno nunca sabe cómo ha llegado a según qué punto de su vida. De repente, te preguntas dónde estás, por qué, desde cuándo… y la peor de todas, hasta cuándo.
1 comentario:
Líneas como estas me producen envidia, Pons. No creo que pueda decirlo más claro.
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