miércoles, 7 de noviembre de 2007

Para cenar, tocinitos de cielo

Pedacitos de cielo, decía siempre que eran, y aunque nunca supo por qué debían ser del cielo aquellos postres relucientes, siempre he creído que tendrían que ver con dios y no con el placer divino de paladearlos y sentir el caramelo descender por la garganta cuál amante bajo las sábanas.

Quizá eso tuviera que ver con ese desconcierto vital que la rodeaba cada día cuando se levantaba; como si cada mañana descubriera que quienes son los Reyes Magos, o recordara haber visto a su madre dejar una moneda bajo la almohada cuando se le caía un diente.
Lo más duro de poner los pies en el suelo resultaba ser la necesidad de hacerlo, quizá, si hubiera podido modificar la realidad para sentir que tenía control sobre absolutamente todo, sería mucho más feliz.

Aquella tarde, mientras tomaba su pedacito de cielo, pensaba en todas las veces que uno deja de darle importancia a algunas cosas. Cuánto te cambian los días desde el patio del recreo a la sala de reuniones del trabajo. Si fuera capaz de parar el mundo ahora mismo, me tomaría un descanso de todo, de todos, de mi misma. Estoy cansada de tanta inmundicia desperdiciada, nada que se recicle de lo que he vomitado en estos treinta años.

Fuera de toda lógica, el roce no hace el cariño, porque uno se quiere lo justo como para convivir con uno, porque después de estas tres décadas yo sigo pensando que no me soporto.
Una no se reconquista ya con flores ni con bombones; ni siquiera sé si se pueden reconquistar corazones y almas con semajante cursilada. Lo mismo un buen polvo haría lo suyo.
No quiero estropear la última cucharada.

Y ahora, como siempre, como con todo, a la basura.

No hay comentarios: