miércoles, 9 de febrero de 2011

Morirme contigo

Cuando se conocieron hablaron poco y se miraron mucho.


Quizá debería decir que él miró mucho. De ella no estoy tan seguro. La observaba desde hacía meses, sin atreverse a saludarla o a presentarse cuando la encontraba por los pasillos de la oficina.


Ella, Marta, se sentaba delante de él y tenía la extraña manía de colocarse el vuelto del pantalón para que éstos no se subieran demasiado. Le parecía encantador. Sin embargo, lo que le llamaba poderosamente la atención era su cuello, delgado y alto, jirafesco. Empezaba donde todos empiezan, eso es cierto, pero antes de adivinar dónde terminaba, se perdía en los misterios de su cabello, que normalmente llevaba suelto.


Ella, Marta, alguna vez volvía la mirada, suponía que por la insistencia de sus ojos en la nuca, y le sonreía condescendientemente. Entonces se deleitaba con sus manos, de dedos largos, pero no demasiado, y de movimientos lentos, alguno diría que meditados. A él le gustaba pensar que angelicales.


Cada día, al volver a casa, se prometía dejar de mirarla de aquella manera y cuando besaba a su esposa se juraba no pensar en ella.


Estaba seguro de que ninguna de sus tribulaciones a ella le afectaban de la misma manera y que ninguno de aquellos pensamientos eran compartidos. Que ella jamás pensaba en él mientras se masturbaba tal y como hacía él cada fin de semana cuando no podía olvidar ni su cuello ni su pelo ni sus manos.


Sabía que en casa todo estaba en orden. Su mujer ni sospechaba ni sospecharía nunca que pensaba en Marta más de lo que debería. No dudaba de que existiera una pequeñísima posibilidad de que se percatara de que su mente volaba lejos de ella, de Pilar, pero se justificaba en el estrés de sus obligaciones laborales. Y ella, Pilar, devotamente, sonreía y le besaba en la mejilla.


No podía negar que le despertaba un océano de ternura. Pilar era y sería siempre la mujer con la que quería compartir el último de sus días. Quería que ella le sujetase la mano y no se imaginaba la vida sin ella.


No habían tenido hijos. Ni los tendrían. La perspectiva de morir a su lado le reconfortaba. Le hacía sentir que todo tenía sentido. No obstante, Marta apareció para alimentar todas y cada de sus más profundas fantasías. Era absolutamente inalcanzable y eso rompía la paz que necesitaba para poder disfrutar de las oscuridades del sexo con Pilar.


No estaba, tampoco, confundido. El sexo que mantenía con su mujer era excelente. Sin duda, insuperable. Aún así sabía por experiencia que no era el primero en querer probar el fruto prohibido. La fruta inalcanzable.


Sirva esto, entonces, de introducción para explicar cómo él perdió a la mujer de su vida.


En una noche cualquiera, Pilar se metió en la cama, gateando sobre él y besándole con una mezcla de pasión y ternura. Le desnudó después de meter su mano en el pantalón y acariciarle no sin cierta devoción.


Sintió su piel ardiendo y su boca reclamando su alma.


Se movió despacio, pero con ímpetu. Sus caderas se clavaron en las suyas. Tuvo miedo de hacerle daño. Miedo a hacerle sufrir.


Las manos se enmarañaron en su pelo y las uñas se clavaron en su cuello. En sus dedos sintió la suavidad de unos pechos pequeños y unos pezones endurecidos. Miedo a quedarse allí para siempre.


Pilar entornó los ojos mientras gemía. Gimió mientras le masturbaba. Miedo a que se fuese.


Notó que estaba perdiendo el control de la situación. Miedo a correrse demasiado pronto. Suplicó que parase. Subió a horcajadas.


No tuvo compasión y su lengua recorrió cada centímetro de su cuerpo, prendiéndole fuego y encendiendo un infierno.


El sudor hirvió en su piel y su lengua se convirtió en un látigo cuando bajó hacia su entrepierna. Le sujetó la cabeza y le obligó a metérsela en la boca. Sintió todo su mundo boca abajo al contacto con su saliva.


Permitió que su imaginación adivinase qué venía a continuación y se endureció aún más. Tiró de su pelo con la misma fuerza con la que ella le sujetó.


Su respiración agitó la suya, la de él, y se esforzó de nuevo en no correrse. Tuvo que parar. Tuvo miedo a parar.


El ritmo se incrementó y su cuerpo ardió tanto como el de ella. Notó sus pechos, su sexo, sus caderas… y casi no pudo respirar.


No tuvo fuerzas para resistirse cuando le lamió los testículos. Miedo a perder totalmente el control.


Le miró desde aquella frontera, con ojos vidriosos y la punta de su lengua recorriendo toda su extensión.


Le tiró del pelo de nuevo y por primera vez le miró con sorpresa. No con disgusto, con sorpresa.


Se tumbó sobre ella y le pellizcó los pezones hasta que arqueó la espalda. Se hizo hueco entre sus muslos y ella suspiró. Se perdió en sus oscuridades y ella gimió. Ella intentó cerrar las piernas pero él la sujetó con enfado. Ella no quiso correrse, pero no pudo evitarlo y él sabe que pronto tendrá que penetrarla porque en estos momentos siempre se volvía exigente.


Sin embargo, deseó saborearla un tiempo más. Una eternidad más. Tenerla a su merced. Sentir que era la causa de sus gemidos. Nadie gime como ella, pensó.


“Fóllame”, suspiró. Surgió de nuevo el miedo. Enganchó sus piernas alrededor de su espalda, “fóllame”, repitió. Él no quiso. Aún no.


Ella se movió rebelde y logró escaparse. Se sentó en la cama. Se colocó unos mechones de pelo que le nublaban la vista. Se estremeció y le besó. Con pasión, como suplicando de nuevo: “fóllame”, “fóllame”, “fóllame”, “fóllame”, “fóllame”…


Sus manos le buscaron. Le encontraron. Se sentó sobre él y no cesó de besarle. Él chupó sus pezones y notó su calor. Ella agonizó cuando susurró “Por favor”.


La tomó por las caderas y la acercó a él. Se movió, le agarró. Le sujetó. Se colocó y bajó despacio. Le abrazó. Se detuvo. Se movió. Avanzó. Se aferró. Frenó.


La tumbó, mientras seguía aquel ritmo lento que le mareaba. Ella cerró los ojos y ronroneó. Él aumentó un poco el ritmo y ella le miró directamente a los ojos, con la boca entreabierta. Por dentro ardieron.


Ella volvió a ponerse encima. Cabalgó y él quiso morir. Se sentó y aumentó el ritmo. Mordisqueó sus pezones, le agarró el culo. Ella gimió en su oído y eso fue lo único que a él le unió con el mundo.


Ella terminó por gritar su nombre al cielo mientras caía al infierno y él no pudo sostener un susurro, “Marta”.


Ese susurro quedó sellado para siempre en el recuerdo de Pilar. Y de ella lo único que pudo recordar fue su cuello que se alejaba por la puerta cargada de maletas.

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