lunes, 19 de octubre de 2009

Orquídeas

Ella nunca había sido capaz de mantener una planta con vida. Era una especie de maldición de la que se había dado cuenta cuando empezó a vivir fuera del nido familiar. Ni una sola planta o flor sobrevivió a sus cuidados o, según se mire, a la falta de ellos.

De algún modo intuía que esa fatal circunstancia debía estar relacionada con su carencia total de control sobre sus propias emociones.

Su asesinato más célebre había sido el de un cactus que compró para que acabara con las radiaciones de su portátil: o bien la inexorable maldición se cumplió de nuevo, o bien debería cambiar a un ordenador con menor poder radioactivo.

Se enamoró de las orquídeas por su resistencia y su delicadeza. Por ser capaces de sobrevivir en un pantano y por ser bellas en medio de la fealdad del jardín que las rodea. Había tenido muchas a lo largo de los años, las suficientes como para saber que ella era el peor de los pantanos. Lo había intentado todo... Todo. Había seguido todos los consejos que le confiaron supuestos expertos en el asunto pero, aún así, todas habían fallecido.

Después llegó la suya, la de él. La vio en su cocina. Era atigrada, preciosa, con flores pequeñas pero elegantes. La tenía desde hacía años. No es que no hubiera conocido jamás a nadie que tuviera una planta durante años. De hecho, sin ir más lejos, su madre y su abuela habían sido grandes jardineras. Aunque a decir verdad, su abuela, una mujer de temperamento férreo criada durante la Dictadura, sólo le dejaba mirar. Creo que presentía que su nieta sería incapaz de dejar una sola planta sana si la dejaba ayudarla.

"Olvídate de ella", me dijo, "Déjala a su aire y ponle una vez a la semana un poquito de agua. No más de un dedo". Dejarlas a su aire. Eso también lo había intentando. Pero mató a un cactus. ¿Qué planta necesita menos agua que un cactus? "Y córtale el tallo cuando se haya caído la última flor".

En mayo él le regaló una orquídea, doble, de flores blancas, larga, con una ligera curva. Y una hoja maltrecha doblada sobre si misma, como avergonzada. El tiempo pasó y las ocho flores de la orquídea cayeron. Ahora tocaba cortar y esperar meses antes de saber si la orquídea sobreviviría. Durante ese tiempo hubo momentos en que pensó que la maldición se manifestaría, pero ahora tenía una hoja naciendo bajo la que estaba doblada. Bajo la malformada.

Cada día está más verde. Y sólo la riega los domingos: tienes que olvidarte de ella, pero no demasiado. Volveríamos al punto de partida. La muerte de la orquídea, del cactus, del poto o de la violeta. A la que, definitivamente, ha matado. Comprobado. Sólo queda tierra en la maceta. Sigue regándola cada tres días. A pesar de que el diagnóstico sea tan poco halagüeño.

La orquídea sobrevive. Esa es la verdad. Los pantanos en los que se mueve deben ser un hábitat fabuloso para tan singular especie de flor. Se siente como en casa. Ella no. Se olvida de lo fácil, se concentra en lo complicado y entre medias se olvida de quién es. Adora esa maldita hoja que nace bajo el yugo de la mayor, pesada y fea. Sin embargo, se castiga pensando con que sería mucho más sencillo no preocuparse de los dos puñeteros dedos de agua del domingo y de que si no ha desaparecido toda antes de cuarenta y cinco minutos, lo recomendable es tirar el excedente. Menos mal que el secreto reside en olvidarse. De la orquídea, quiero decir. No del sobrante de agua. Del que no se olvida. Se pone a mirar el reloj como una idiota esperando a ver si han quedado restos de agua que pudiera revivir la maldición del asesinato floral.

Lo cierto es que no se ha muerto. Sigue en casa. En la cocina, para que no le dé demasiada luz, pero para que tampoco esté a oscuras. ¿He mencionado ya que el verde de esa bendita hoja es brillante, vivo, casi de National Geographic?

A veces la mira con un poco de nostalgia y melancolía. Como quien mira a un perro en una tienda de animales, sabiendo que no debería estar dentro de ese cajón, lleno de papel de periódico, esperando a que alguien se decida a llevárselo a su casa. Le pasa sobre todo mientras friega los platos. Está colocada cerca del fregadero –no muy cerca por si acaso- y mientras enjabona y enjuaga la mira de reojo. Es cierto que muchas veces sonríe. Otras le atrapa la melancolía.

Afrontemos el hecho de que para su mente pervertida, martirizada y estigmatizada por el resentimiento y el miedo al abandono, todo esto se reduce a dos simples situaciones: si la orquídea vive, él no desaparecerá. Si muere, o lo que es peor, si la mata, tendrá una orquídea muerta en la cocina y él se habrá marchado para siempre.

1 comentario:

Max E.G.B. dijo...

Creo que es un relato muy bien construido y con "tu" estilo más o menos habitual, invita a ser leído. A través del "monologo pensado" se adivina la personalidad del personaje.
Salud y suerte.