miércoles, 11 de marzo de 2009

CAPÍTULO II

Estaba cansada. Eso era cierto. Sara miraba hacia la casa y sabía que debía volver dentro. No era bueno para ella estar tanto tiempo allí sentada, porque la humedad se la iba a meter en los huesos y acabaría, como tantas otras veces, sin levantarse de la cama al día siguiente. Estaba cansada, lo sabía, -se lo repetía mil veces-, para convencerse de que lo sensato sería volver dentro y dormir hasta mañana. Sin embargo, desde el bosque sentía el susurro de su nombre. La llamaba. Le pedía que se levantara y se perdiera en el laberinto de árboles y senderos que recorrían aquel viejo territorio natural. Sara olvidó sus preocupaciones sobre estar enferma y, sobre todo, olvidó su miedo al bosque y se encaminó, despacio, hacia la arboleda que flanqueaba la entrada.

No era demasiado tarde, no al menos para cualquiera de nosotros, aunque Sara trasnochaba. La luna no había acabado de dominar el cielo y el sol luchaba contra el atardecer, enviándole algunos mortecinos rayos, quizás, para que no perdiera el camino.

Se acercó a uno de los árboles. Acarició despacio su corteza y sintió en sus manos la punzante dureza de la madera. La Sara que tanto sufría dentro de Sara cerró los ojos, casi conmovida por aquel momento de paz. Sentía el olor del monte, fresco, gracias a los primeros momentos de la noche, y posó su frente contra aquel magnífico ejemplar vegetal y quiso volverse una con él. Permaneció allí, sin oír o sentir nada más durante unos minutos. Respiraba profunda y lentamente. Recordó, de repente, una noche como aquella, hacía 40 años. Aquella noche que lo había cambiado todo. Fue entonces cuando abrió los ojos y se despidió de aquel árbol con una caricia larga y siguió su camino.

No sabía a dónde iba, tampoco le importaba. Lo único que podía decir con certeza era que respiraba y que sus pies la conducían como si supieran a dónde ir. No era difícil de imaginar, si era honesta consigo misma. Fue allí, en medio de la nada, donde empezó todo. Su Sara interior escalaba su jaula e intentaba escapar, volver a la casa. Arañaba paredes, hacía cualquier cosa por no seguir andando; sin encontrar la forma de convencer a aquella anciana de parar. Y aquella anciana seguía con paso firme, cuidándose de las raíces traicioneras. Puede que parar hubiera sido la mejor idea en aquel momento. Regresar y olvidarse de aventuras nocturnas, que, además, no podrían traer nada bueno. Sin embargo, siguió adentrándose en el bosque.

A lo lejos se veía ya la luz de su casa, la que había dejado encendida. ¿Cuándo acabaría aquella pesadilla? Cuando volvería a su casa, cuando dejaría de vivir en ese cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo una vida que no era suya?


Opción A: se tropieza y cae seminconsciente al suelo

Opción B: seguimos hacia adelante...

4 comentarios:

Sr. Miyagi dijo...

Mola, Pons, mola... ¿De verdad tenemos que elegir nosotros? Me gustaría saber que haría la Cande dentro de Cande. Creo que ella seguría adelante, siempre adelante...

Sr. Miyagi dijo...

Por cierto, qué gran frase la de Roal Dahl. Creo que te la voy a tomar prestada para una posible futura entrada en mi blog sobre los más grandes aforismos de siempre. O en el tuyo, ahora que lo pienso...

spulzeer dijo...

Adelante, siempre adelante... sobre todo si cuesta!
Toma prestado a Dahl y añade una entrada en mi blog, sabes que sería un honor.

Manolopm dijo...

Sigamos adelante a ver a donde nos lleva sara :)