Tenía treinta y cinco años, residía en una hermosa casa en las afueras. Estaba sola y tenía todo lo que podía desear. No trabajaba, pues recibía una pensión que le permitía vivir cómodamente. La casa era vieja, incluso olía a antiguo. Esos olores demoledores y pesados que contaminan suelos, paredes y techos y te golpean en cuanto abres la puerta. Ella espera no oler igual. Sara.
Tenía treinta y cinco años y ésa había sido su casa toda su vida. Podría decirse que una larga y próspera vida que la mantenía alejada de “el mundanal ruido": alejada de todos los ruidos, no solo los mundanos. También de los que la molestaban dentro de su cabeza, cuando no controlaba lo que le rodeaba. Evitaba, así, dar vueltas en círculos buscando un poco de silencio.
Tenía treinta y cinco años. Aunque no los aparentara. Ni siquiera aparentaba cuarenta. Tenía la mirada triste. Su cuerpo no era suave, ni el que había sido acariciado con lujuria por hombres apasionados. Las únicas manos que tocaban sus piernas eran las suyas, y lo hacían con cuidado, porque no quería hacerse daño. La piel blanquecina mostraba sus huesos deformados, manchada con odiosas pecas. Tenía treinta y cinco años, pero al mirarse al espejo tenía setenta y cinco. ¿Qué había sido de ella estos 40 años?
Cuando se asomaba a la ventana sólo veía el idílico paisaje de su aislamiento, de su asilo, de su inquebrantable soledad, voluntaria y pacífica. Las noches, aunque no lo quisiera, se hacían eternas. Le apetecía saltar, bailar, correr por el bosque, incluso escalar los árboles y descansar bajo el sol de la tarde. Sin embargo, este cuerpo, esta cárcel, no le permitía más que sentarse en la entrada de su maltrecha casa -¿como su cuerpo?- y calentarse las manos y el espíritu con una taza de té bien caliente.
Allí sentada, mirando como se ocultaba el sol por entre las ramas, cerraba los ojos y escuchaba el sonido del atardecer: los pájaros dejaban paso a los tímidos grillos. El frío iba llegando y Sara se tapaba con una manta que tenía doblada a su lado, sobre otra silla, mientras su taza de té aún humeaba sobre una mesita. Cuando alargaba su mano para sostenerla de nuevo y veía las pecas, las arrugas, sus venas, volvía a cerrar los ojos. Deseaba tanto volver atrás, cuando su cuerpo y su corazón tenían la misma edad.
Aquella noche en especial, recordó a sus hijos, quienes habían dejado de visitarla hacía mucho tiempo, y recordó sobre todo el olor de la ropa con la que los arropaba cuando aún no eran capaces de gatear. Había estado allí hacía cuarenta años. ¿Cómo es que había llegado a ese punto?
Aquella noche le dolían las rodillas. Había intentado bailar una de esas canciones que sonaban tanto en la radio: la Sara de treinta y cinco se estaba volviendo loca en aquella prisión que era la Sara de setenta y cinco. Y también estaba aquel fuego interior que pugnaba por explotar, pero que no lo conseguía y la agotaba. Estaba exhausta aquella noche.
Era verano y las flores de la dama de la noche inundaban el aire y elevaban su espíritu.
Opción A: visita inesperada
Opción B: paseo por el bosque
3 comentarios:
Mmmm... en realidad ambas opciones resultan muy atractivas, pues las posibilidades que ofrecen son infinitas.Difícil elección. Por un lado la irrupción de otro personaje sería, supongo, el detonante para que los acontecimientos, cualesquiera que estos vayan a ser, empiecen a desencadenarse, pero, por otro lado, también apetece saber un poco más de esta Sara, y un paseo por el bosque seguramente desvelaría más aspectos de su persona y de su psique, y quizá el porqué de esa discronía entre su aspecto externo y su sentir interno. O no.
Por mi parte, sugiero la B, a ver qué pasa, pero la otra opción me parece igualmente prometedora. Decida usted, demiurga. Avanti.
Yo también voto por la B. Me apetece más el paseo por el bosque, supongo que por el estado en el que me quede cuando leí el resto...
Está muuuuy chulo el nuevo aspecto de tu blog. Si así no te inspiras para escribir, apaga y vámonos. Ahora me corroe la envidia...
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